22.11.05

22 de noviembre, otra vez

Es verdad que es una relación difícil. Todo el tiempo funcionamos mutuamente como modelos, como retos, como lo que quieres ser y no. Por lo tanto, al pasar de los años se vuelve condenadamente difícil. Y luego un día, mágicamente, deja de serlo. Ves una fotografía y descubres que es cierto, que te paras igual que ella y que hay algo en la esquina de tu sonrisa que no niega nada la suya. Te miras al espejo y descubres todos los parecidos que los parientes vaticinaban el día de tu nacimiento. Por una vez, por una sola, no te quejas. Y hasta derramas una lágrima. Porque cómo te gustaría que estuviera ahí: que viera a través de tus ojos, que caminara las calles que tus pies han recorrido tantas veces.

Sales a la calle. El cielo tiene un plomizo particular: ¿será lluvia, o sólo que al recordarla tu sola te nublas, te pones a llover?

Nunca nos han gustado los mismos colores ni los mismos libros. Y sin embargo, cuando nos abrazamos, el mundo se tranquiliza. La paz huele como a ella; la imagen de la sofisticación son los tacones que se ponía cuando tú tenías cinco años. Unos tacones color rojo, violeta, casi como el suéter que llevo puesto hoy.

Al final, cada año, cada vez que te acuerdas, las cosas se mezclan. No sabes si pedir perdón o exigirlo, si retirarte en silencio o cantar a voz en cuello lo que hay, lo que hubo, lo que habrá. Sigue estando ahí, en tu espejo. Eres su espejo. No te lo puedes explicar pero lo agradeces tanto como la lluvia, como el agua que refresca en mayo.

Feliz cumpleaños, mi Negri. Te mando todas las estrellas que se ven en Barcelona y las que se salen a veces de mis lagrimales.

16.11.05

Conducir, manejar y correr

Con poquísimas excepciones, tengo más de un año sin ponerme al mando de un coche. Y lo extraño. Sobre todo en las mañanas lluviosas como las de esta semana. Extraño a mi hermosa Cucaracha Albina - un Caribe de la VW, del 84 aprox - que me llevaba de un lado a otro cuando vivía en Tapatilandia. Y también extraño al difunto Alien - un Opel Corsa negro del 95 que compartía con el Duque - que murió en el ejercicio de sus funciones el año pasado. Y a veces un poquito al súper snob Diplomático - el Volvo S40 color verde imposible que fue nuestro auto un par de meses -. Pero sólo un poquito.

La verdad es que en términos generales bendigo poder andar por Barcelona y alrededores sin necesidad de auto. Vamos, sí que tiene sus desventajas sobre todo en el invierno o en las largas distancias, pero tampoco es tan grave.

Yo siempre he pensado que la diferencia entre conducir y manejar no es sólo fonética. Es una cuestión de disfrute. Increíblemente para algunos, yo disfruto mucho cuando me siento en el lugar del conductor. Sobre todo cuando conozco el auto y puedo circular sin atascos, por supuesto. Eso es conducir: salir al camino, poder sentir el viento en la cara, fantasear con la capacidad de la huida, de la autonomía.

Manejar es, por el contrario, estar en un embotellamiento del periférico de la Ciudad de México o de la Ronda de Dalt de Barcelona. Estar al frente de un auto que corre y corre para llegar a un hospital o a una cita. Cualquier cosa que no implique placer, sólo transporte. Y urgente, encima de todo.

Lo de correr ya es otro boleto. Después de mi ayuno de casi un año sin ponerme al frente de un auto, en septiembre en México conduje la Windstar de Martha. Estuve a punto de morir del susto: me sentía conductor de autobús, pero sobreviví. Y la Windstar también. A 40 kilómetros por hora, por supuesto. Mi siguiente experiencia al volante fue radicalmente distinta: en un kart, en un circuito.

Por azares del destino estoy al frente de una campaña de marketing relacionada con la F1. Uno de los clientes decidió realizar una reunión en un circuito de karts bajo techo que está en Barcelona. Francamente, yo no iba a correr. Pero hubo algo que me atrajo... quizá la necesidad de no ser la única que no lo hiciera o el lujo de poder correr una carrera donde era una de dos mujeres entre 50 hombres.

Y bueno. Al principio fue horroroso. El olor de la gasolina me mareaba, todos los demás pasaban junto de mí zumbando cuando yo daba vueltas súper cuidadosas, temiendo salirme del auto en cualquier momento (los karts - descubrí - no tienen cinturón de seguridad). Total que cuando me bajé me tiraron la bronca. "A ver si te quitas", me dijo uno. "No me dejabas adelantar", el otro. Pero yo, con una sonrisa idiota. Nadie me había chocado. No me caí. No me estampé contra un muro. Era en fin, una buena conductora.

A la segunda y última vuelta, las cosas cambiaron. Conduje. Mejoré mi mejor tiempo (válgame la rebuznancia) y lo disminuí a la mitad. Y bueno, me divertí. Igual me siguieron montando una bronca. Pero qué más da. El automovilismo es un deporte perfecto para los egoístas.

(Ya sé, la foto es horrible. Pero es para que se rían. ;))

2.11.05

Roto, rompido, desbaratado

Después del cambio de horario, estos días camino el kilómetro y medio que hay desde la boca del metro hasta mi trabajo con un poco más de luz. En las noticias y la prensa he leído varias veces que el barrio que cruzo puede llegar a ser peligroso durante las noches o cuando salen por ahí las turbas de ultraderechistas antiinmigrantes. Pero no camino con miedo.

A un par de manzanas de mi oficina, hay un banco - sucursal para empresas. Esta mañana descubrí que la puerta de seguridad y el cajero automático habían sido vandalizados - para utilizar esa palabra tan dominguera. No puedo explicarme del todo cómo fue. Con qué tipo de sustancia hay que estar alterado para tener la fuerza suficiente y causar tal destrozo. Simplemente me sorprendieron los pedacitos de vidrio, el policía que me miraba desde dentro de la sucursal con los ojos abiertos e impotentes, el vecino que salió de su casa (la sucursal está en la planta baja de un edificio habitacional) hablando por el móvil con cara impasible.

Quise imaginarme cómo sonaron los golpes en la cocina de los vecinos del primer piso. Cómo los sintieron los caballos de la escuela de equitación que está cruzando la calle. Cómo estaba vestido quien dió el primer golpe. Al final, no sentí miedo. Sólo lástima por el policía que, desde dentro de la sucursal, seguía mirando a la calle, perennemente sorprendido.