21.6.16

Equinoccio, sentido por sentido


En Guadalajara, los veranos también tienen un poco sensación de monzón. Uno sale de la escuela en medio del calor para encontrarse envuelto en pocos días en tormentas que duran todo el día, toda la tarde, toda la noche. Y es una cosa que se asume como normal, como natural: los niños tapatíos nos volvemos expertos en juegos de mesa, en juegos de interior… a veces, uno podía escaparse de la mano vigilante, del ojo protector de nuestras madres y acabar bailando bajo la lluvia: con el temor al regaño o al resfrió, pero la certeza del gozo del agua corriendo sobre los brazos y las piernas desnudas.

Y ahora en Rotterdam, sin saber que iba a ser así, había pasado demasiados días de monzón. Salgo a caminar sí, pero cuando se va la lluvia. Y cuando llueve ahora prefiero mirar el agua desde el interior, con un libro. Prefiero, como cuando era niña aburrirme: quedarme mirando a un punto en la pared hasta que de la nada brota una historia, un recuerdo, un cuento.

Y esta tarde después de la comida, después de la siesta, después de leer, después de aburrirme… tenía que salir a algo. Al aire. Al verano ese que no se termina de definir como tal. Es el día más largo del año y hay que aprovecharlo.

Salí con un suéter y un abrigo de entretiempo para descubrir que, como en Guadalajara, nublado no significa frío. Pronto mi cuerpo exigió que me quitara el abrigo y siguiera caminando sólo con el suéter de algodón, que era suficiente para cubrirme. Y entonces descubrí que quizá tenía muchas horas en el interior de mi casa – tantas, que mis sentidos estaban medio dormidos.

Estaba despierto el oído, a fuerzas, con los audífonos en un podcast extraordinario sobre el derecho a salir del armario como gordo. Camino sonriendo y la gente, me parece, me sonríe. Hay una cosa en la luz de las tardes lluviosas: es como si tuvieran un filtro de suavidad que hacen todos los colores más nítidos. Y al pasar por el parque, mi nariz, por primera vez en el día, se despierta violentamente. Debe ser el agua, debo ser yo, pero casi siento que podría distinguir el olor del agua sobre cada una de las flores, de los diferentes tipos de césped, del suelo, de la tierra. Y el olor es tan intenso que casi, a ratos, lo puedo probar en la punta de la lengua. Las nubes pasan, rápido, y de pronto la lluvia comienza de nuevo: tan fina como una cortina, la siento en las partes de mi cuerpo que “sobresalen”: mi nariz, las puntas de mis dedos que se mueven, mis pies y mi frente… Intento seguir, ir al mercado, y mientras explico que quiero dos kilos de tomates no dos tomates, se suelta el diluvio universal. Como en un monzón. Y camino con un paraguas hasta un punto de refugio.

Estoy sentada en un café, con mis pantalones un poco mojados, mis zapatos y mis pies también. Las puertas están abiertas pero no entra viento, entra fresco. Hay una canción con una percusión estable y dulce que parece hacer contrapunto a la lluvia. La página blanco parece mucho menos terrorífica: a mi alrededor la gente, a pesar de la lluvia, sonríe. Tengo un café con leche a la mitad (la taza manchada con mi pintalabios) y en mi boca todavía permanece un poco la textura de una galleta de chocolate que me dieron para acompañarla. Sentido por sentido, el día más largo del año está completo en este minuto.